Los vascos y el Codex Calixtinus
José María Herrera cree que la gente no sabe cuál es la verdadera importancia del Codex Calixtinus.
18-07-2011
Aunque el robo del Codex Calixtinus ha servido para dar a conocer al gran público esta joya de nuestro patrimonio bibliográfico, mucha gente no acaba de saber cuál es su verdadera relevancia. De no ser por García Cortázar [Profesor de Historia en la Universidad de Deusto], quien ha declarado que el libro sustraído es el más importante de nuestra historia, o algunos especialistas en arte que lo han comparado con las Meninas o el Guernica, pensaríamos quizás, a tenor de lo que dicen los periódicos, que lo que los ladrones han robado de la catedral de Santiago es una simple guía de viajes; eso sí, muy antigua.
El Codex Calixtinus, también llamado Liber Sancti Jacobi, es una compilación de textos, todos muy importantes para el conocimiento del apóstol y la liturgia compostelana, de los que sólo el quinto, llamado Liber Peregrinationis, puede considerarse una guía. Su autor, Aymeric Picaud, capellán de Vézelay, recibió a mediados del siglo XII el encargo del abad de Cluny, Guido de Borgoña, luego Pontífice con el nombre de Calixto II, de llevar a Santiago los primeros cuatro libros del Codex y de aprovechar el viaje para elaborar un informe que sirviera de ayuda a los peregrinos. Dicho informe fue añadido después al original y a la larga ha sido sin duda lo que le ha dado más fama.
El Liber Peregrinationis se compone de once capítulos. En ellos se trata de los caminos que llevan a Santiago, de las jornadas que se tarda en recorrerlos, de los poblaciones por las que se pasa, de los albergues a los que puede acudir el peregrino, de los ríos y fuentes de las que beber y de las que no, etc. De los once capítulos, el más curioso es el séptimo, consagrado a las costumbres de los diversos pueblos que puede encontrar el viajero en su periplo. El valor etnográfico de este texto es incalculable, y no sólo por su antigüedad, sino por el buen juicio y la capacidad de observación del autor. Sus comentarios, muy discretos, apenas encierran nada de particular hasta llegar al país de los vascos, entonces integrados en el reino de Navarra, de los que dice cosas muy llamativas.
Luego de explicar las características del territorio —“poblado de bosques, montañoso, desolado de pan y vino y de todo alimento del cuerpo, salvo el consuelo de las manzanas, la sidra y la leche”- y advertir a los peregrinos de las iniquidades de barqueros y recaudadores de portazgos, describe a los naturales: sus vestidos, su forma de comer, su lengua (de la que da ejemplos, los primeros de la historia), etc. Como a los cronistas árabes, que los comparaban con bestias, los vascos le parecen “feroces, montaraces y bárbaros”. A fin de demostrarlo alega que en algunas comarcas, sobre todo en Vizcaya y Álava, “usan a las bestias en ayuntamientos impuros, fornicando incestuosamente al ganado”, y que “cuelgan un candado en las ancas de su mula y de su yegua para que no las pueda acceder más que él mismo y que dan lujuriosos besos a la vulva de su mujer y de su mula”. Son cosas tremendas, que desacreditaríamos con facilidad atribuyéndolo al odio del autor si éste no dijera también de los vascos, con homérica ecuanimidad, que son “valientes en el campo de batalla, esforzados en el asalto de castillos, cumplidores en el pago de diezmos y asiduos en las ofrendas a los altares”.
Ambrosio de Morales, cronista de Felipe II, se indignó tanto al leer los comentarios de Picaud sobre los vascos que aconsejó al arzobispo de Santiago que mandara destruir el Codex. No ponía en duda la veracidad de su testimonio, sino su honestidad. Hoy este tipo de cosas ya no perturban tanto. Si los vascos practicaron la zoofilia y la monozoofilia (nombre con el que designaremos la costumbre de proteger a las caballerías del arrebato amoroso de los vecinos mediante el uso de cinturones de castidad animal) es algo que ya sólo puede preocupar a los partidarios de recuperar las viejas tradiciones. El resto, incluidos los descendientes, entre los cuales me encuentro, no tenemos nada de qué avergonzarnos porque la bestialidad no se pega al RH, por negativo que este sea.
Capítulo aparte merece el uso que del Codex Calixtinus hacen los nacionalistas, gente que cuando el testimonio de Picaud les conviene, por ejemplo en lo relativo a la extensión del territorio vasco, juzgan su autoridad incuestionable; y cuando no, por ejemplo en el relato de las costumbres antes citadas, recelan de su palabra o la atribuyen a una campaña internacional contra los vascos. ¿Quién organizó dicha campaña? Obviamente, no el Estado español, ni los españolistas, que no existían. ¿Entonces? Castilla. El problema es que cuando se redactó el Codex, Castilla acababa como quien dice de nacer, la mitad de su población era vasca y, por si fuera poco, acogió a finales de aquel siglo a vizcaínos, guipuzcoanos y alaveses, que decidieron voluntariamente separarse de Navarra e integrarse en ella, vaya usted a saber por qué.
Digo todo esto a título informativo, pues nada de lo anterior es relevante para resolver el misterio del Codex Calixtino. Aunque pocos documentos sean tan nocivos para una posición política basada en la impugnación de la historia y la añoranza de un tiempo que nunca existió, o que existió en modos muy poco halagüeños, si a alguien se le ocurriera conectar su robo con la acción de un comando preocupado por la reputación de Euskadi ahora que Donosti va a ser capital europea de la cultura, estaría, créanme, completamente equivocado.
José María Herrera
Muy bueno, realmente muy bueno